Cuidar de los niños y trabajar en casa: un reto difícil en periodo de confinamiento

Unicef, ONU Mujeres y la OIT advierten de que las familias trabajadoras necesitan más apoyo y piden un aumento de las medidas de protección social, especialmente para los más vulnerables

La familia del pequeño Manuel Núñez saluda desde la terraza la llegada de la Policía Municipal de Sevilla (31032020).

Diana Oliver, D M&P, El País, 06/04/2020

Como la gran ola de la estampa japonesa del pintor Katsushika Hokusai avanza la incertidumbre: sin que podamos hacer nada para contenerla. Observamos en silencio. Pedimos perdón por nuestras quejas. Sabemos, nos dicen, que siempre habrá alguien peor que nosotros. Que siempre puede ser peor. Y ahora, en una situación tan excepcional y grave como la actual, lamentarse de lo propio se traduce de inmediato en culpa. Podría ser peor. Podríamos estar peor. El privilegio de la culpa o la culpa del privilegio. Cuidado con la ola.

Lidón Barberá es madre de un niño de poco más de dos años y trabajadora autónoma desde hace ocho. Se dedica al marketing online a través de una pequeña empresa que tiene junto a su hermano y un compañero. Cuenta que por el momento su principal preocupación no es tanto quedarse sin trabajo como las dificultades que encuentra para sacarlo adelante ya que desde el inicio del confinamiento hasta que se ha paralizado toda actividad no esencial en España –su pareja seguía trabajando en industria– , ha estado sola la mayor parte del día con su hijo. “Las primeras dos semanas de confinamiento han sido laboralmente un infierno. El niño tiene dos años y medio y, aunque se está portando bien, necesita unos ritmos y unas actividades que yo sola, y teniendo que trabajar, no puedo seguir”, explica.

También está siendo difícil para Carolina de Dobrzynski. Es madre soltera de una niña de nueve años y las dos actividades a las que se dedica se han visto gravemente dañadas por la crisis del coronavirus: la producción de teatro y el marketing; de este último sí mantiene a media jornada sus funciones en remoto: “Vivo en un piso pequeño, un bajo con muy poca luz, pero lo más difícil para mí está siendo la dispersión mental que me genera la incertidumbre sin poder dejar de mantener un semblante amable con mi hija. Sostener al ánimo en esta situación es de las tareas más duras”. Dice también que tiene mucho miedo de enfermar porque entonces no sabría cómo podría encargarse de su hija, cumplir el aislamiento en un piso de 40 metros o, incluso, qué ocurriría si tuviera que ser ingresada. Triple salto mortal para las familias monoparentales.

Sobre lo complejo que resulta precisamente trabajar en casa y cuidar de los hijos en tiempos de confinamiento escribía la psicóloga Sara Tarrés un texto en el blog Mamá psicóloga infantil en el que explicaba que si bien es posible trabajar en casa cuando tienes hijos no podemos pretender hacer lo mismo ahora, cuando las circunstancias son tan excepcionales. “La obligación de teletrabajar a la que se ven sometidos muchos padres y madres para mantener sus puestos de trabajo a la vez que deben cuidar de sus hijos, atendiendo necesidades académicas, físicas y emocionales es totalmente inviable puesto que ambas tareas requieren de un gran esfuerzo y atención”, explica.

Pantallas, culpa y estrés para un cóctel molotov

El despertador suena para Lidón a las seis de la mañana. Salta de la cama directa al ordenador para aprovechar la hora y media que tiene antes de que se levante su criatura. Cuando el pequeño se despierta aprovechan para desayunar juntos, un rato de juego y luego, muy a su pesar, enciende la tele para poder estar frente el portátil sin perderle de vista. “Con lo que hemos renegado de la tele y ahora mi productividad depende de Mickey Mouse y de la Patrulla canina”, lamenta. A las 12.30 hacen otro parón y, si hay suerte y su hijo duerme siesta, dispondrá de poco más de una hora y media de concentración. “Con un niño de esta edad, al menos con mi hijo, es imposible no estar pendiente cada pocos minutos y eso implica no poder atender asuntos que impliquen concentración, que son el 80% de mis proyectos”.

Una hora más tarde que Lidón arranca Carolina su jornada. Aprovecha la primera hora para informarse y organizar su día, y cuando su hija se levanta, alrededor de las ocho, desayunan y comienzan con sus tareas –laborales la una, escolares la otra–. “Lo primero que hago es revisar los blogs y chats del colegio, buscando las tareas en las cuatro aplicaciones distintas según sus materias, y apunto en su agenda los objetivos académicos del día. Entonces ella empieza su tarea sola y es cuando comienzo con mi jornada de trabajo”. Una jornada marcada, según cuenta Carolina, por las lógicas interrupciones de su hija cuando necesita que le explique determinadas cosas. “Las interrupciones y la falta de concentración en un piso tan pequeño son inevitables. Me enfado y lo paga quien no se lo merece, que es mi hija. El escritorio donde trabajo está en el salón, un salón sin puertas ya que solo tenemos una puerta en toda la casa, la del baño, que es donde a veces me encierro para estar sola un momento y desahogarme”. El tiempo vuela, a las dos de la tarde toca hacer la comida y después el ritmo no para: debe revisar y corregir la tarea de su hija. Reconoce que están agobiadas. “A mi hija no le da tiempo a terminar todo lo que piden. Ella necesita una guía para hacer sus tareas y a mí me cuesta seguir el ritmo del colegio”. Cada día dedican un breve espacio al juego e inevitablemente otra parte del tiempo es para las pantallas, un momento que Carolina aprovecha para resolver trámites burocráticos y replantearse seguros y servicios para disminuir gastos. El día llega a su fin con alguna rutina de ejercicios juntas, después de los aplausos, y nuevamente toca preparar la cena, limpiar la cocina y poner la lavadora. “Pongo la lavadora por la noche porque es más económico. Pienso en el gasto que estamos haciendo de suministros, luz, agua, gas, Internet y me angustia la próxima factura que tendré que pagar sin saber cuales son los ingresos en la actualidad”, explica preocupada.

Dice también que no encuentra espacio y predisposición para hacer con su hija ninguna de las infinitas ofertas de ocio y cultura que le llegan por distintas vías, algo que le genera una enorme culpabilidad: “Sé que lo mejor que le puedo dar en estos momentos es un espacio de seguridad, amor, alegrías y estímulos para sobrellevar la incertidumbre y el encierro. Transmitirle la confianza de que estaremos bien. Pero claro, no puedo con todo”. Lidón también siente el peso de la culpa: “Tengo la sensación de estar haciendo mal el trabajo y de no estar atendiendo correctamente a mi hijo. De estar intentando no perder los nervios con él mientras me suena el móvil de trabajo. De que no hago manualidades ni juegos de esos que un montón de familias muestran en Instagram. Siento culpa por no hacer comida como la del cole, sino lo primero que puedo”. Se consuela porque dice ver bien a su hijo, que está feliz por estar en casa con sus padres. “Hay una parte muy buena en esto y es él”, dice.

No existe una fórmula única para encajarlo todo. Según Sara Tarrés cada familia es diferente, cada niño único y cada situación necesita verse y atenderse de modo diferenciado. Cree que puede ser útil marcar horarios, tiempo para el juego, tareas académicas y tiempo para cocinar y aprender de otros modos, pero siempre con flexibilidad. Sin expectativas instagrameras. “La situación es excepcional y debemos ser flexibles –más que nunca– con nuestros hijos y con nosotros mismos. Lo hacemos lo mejor que podemos, sentirnos culpables por dejarles ver algo más la tele o jugar un poco más de la cuenta con las videoconsolas no nos ayuda a ninguno”. ¿Cómo afecta a nivel psicológico a las familias el confinamiento? Responde la psicóloga que ante esta situación de peligro real se activa una emoción totalmente natural, universal y primaria como es el miedo. “Es precisamente el miedo la base sobre la que se asienta la ansiedad, un sentimiento que a medida que se intensifica y prolonga en el tiempo provoca mucho malestar en aquellos que la padecen, llegando a producir diferentes tipos de trastornos como la ansiedad o la depresión”, sostiene.

Además, los niños en estos momentos necesitan a su familia. Recuerda la autora del blog Mamá psicóloga infantil que no estamos de vacaciones sino confinados, y que por muy bien que deseemos llevarlo los niños se dan cuenta de que algo está sucediendo. “Aunque creamos que todo está bien en ellos debemos recordar que los niños expresan sus emociones de modos distintos a los nuestros. Puede que necesiten que les abracemos más, que les prestemos más atención, que nos sentemos con ellos a ver una película… Algo que es muy difícil si eres freelance o autónomo o debes continuar teletrabajando porque las ayudas del Gobierno no nos contemplan”. Insiste en que hay algo que no debe escaparse ni perderse de vista y es que si el teletrabajo que realizamos es muy exigente, y a la vez deben atenderse las necesidades de nuestros hijos e hijas sin que haya otro adulto encargado de ello, el teletrabajo podría convertirse en un tipo de maltrato o forma de violencia hacia la familia. “Aunque esto suene muy grave es una cuestión que deberíamos visibilizar. Cuando el teletrabajo es exigente y poco flexible, la convivencia en espacios reducidos por un tiempo prolongado se vuelve muy difícil y los vínculos entre padres e hijos se resienten mucho. Quizás como sociedad deberíamos tener más cuenta estas situaciones y daños colaterales de la pandemia de las que poco se está hablando”, mantiene.

Medidas para las familias trabajadoras

Unicef, ONU Mujeres y la OIT advertían el pasado 27 de marzo de que las familias trabajadoras necesitan más apoyo para poder minimizar las consecuencias negativas sobre los niños, y hacían un llamamiento a los Gobiernos para que aumenten las medidas de protección social, especialmente en el caso de las familias vulnerables. También han lanzado algunas recomendaciones para que las empresas recuerden la importancia de las buenas prácticas y refuercen el apoyo a los trabajadores durante el periodo de confinamiento.

Para Blanca Carazo, responsable de Programas Unicef España, es necesario asumir por parte de empresarios y trabajadores que el ritmo y las condiciones de trabajo no pueden ser los mismos cuando se debe compaginar con el cuidado de hijos y familiares, y por tanto “es fundamental la revisión de objetivos, tareas y un alto grado de flexibilidad y empatía”. Por otra parte, recuerda que también hay muchas ocupaciones –formales e informales– en las que el teletrabajo no es una posibilidad y que los autónomos y trabajadores freelance están entre los colectivos de mayor riesgo en cuanto a la pérdida de ingresos y la falta de cobertura: “En estos casos solo un sistema de protección social adecuado y dotado de recursos extraordinarios puede mitigar la vulnerabilidad de la crisis en estas familias”.

En el caso de las familias con un solo progenitor, desde Unicef y desde las asociaciones de familias monoparentales reclaman que sean consideradas de forma específica en los planes de apoyo y protección social. “La vulnerabilidad y precariedad que ya sufríamos las familias monoparentales nos ha estallado en las manos, ya estábamos al límite y esto nos ha terminado de tumbar”, lamenta Carolina de Dobrzynski. Para estas familias reducir el tiempo de trabajo, y con ello el sueldo, es una quimera. “Se necesitan permisos retribuidos al 100% que den respuesta a las familias que no tienen la opción a repartir las tareas del hogar y no podemos acogernos a las medidas de conciliación. Si el estado de alarma se prolonga será imposible mantener nuestros trabajos, pero seguimos sin un reconocimiento estatal a lo que es una familia monoparental, algo que llevamos décadas reclamando”, concluye.

La incertidumbre siempre ha estado ahí, avanza hacia nosotros y recula, avanza y recula. Pero con la crisis por coronavirus, que ha hecho tambalear nuestras rutinas, nuestros privilegios y nuestra economía, ha crecido. Quizás por todo lo anterior es tan legítimo quejarse, porque la queja también es una forma de hacer visible los esfuerzos invisibles. Las familias invisibles. El miedo a ser engullidos por la ola gigante de la que ni siquiera las montañas pueden escapar.

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